Le desconcertaron los resultados
cuando abrió el sobre. Sus compañeros del grupo de terapia, le habían puntuado
muy bajo. Esos papeles le definían como una persona fría, insensible y carente
de empatía.
Le dolió. Le dolió más de lo que era capaz de admitir. Habían compartido dos
años de su vida, confidencias, vivencias y un puñado de emociones encapsuladas,
que habían hecho callo en sus almas. Le costó, pero se abrió a sus compañeros y
les relató el infierno que había pasado en casa. Les contó cómo su padre
borracho había abusado de él y lo había utilizado como un saco de boxeo en el
que descargaba toda su rabia e impotencias, desde su más tierna infancia. Y
como su hermano, que era mayor que él prefería mirar hacia otro lado, no fuese
que todo aquello se volviera en su contra y cambiaran los papeles. Les habló de
sus noches durmiendo en la calle y de lo que había tenido que hacer para poder
sobrevivir.
Cuántas veces había soñado con una
vida diferente. Anhelaba sentir el calor de un abrazo. Soñaba con dejarse
llevar y dejarse acariciar..., pero su piel acostumbrada al sufrimiento, ya no
confiaba y se alejaba de cualquier contacto físico por leve que fuera.
¿Cómo sus compañeros no habían
sabido verlo?, ¿cómo a pesar de conocer su dolorosa realidad, le habían
puntuado así? Definitivamente, el curso había sido ineficaz y una pérdida de
tiempo, aunque no para él.